viernes, 23 de septiembre de 2016

LA CURVA



La curva - Un cuento de Sergio Cossa

Las luces del auto dibujan el camino en una danza frenética. Chocan contra las laderas de los cerros y luego se pierden en la oscuridad de un barranco. El motor brama cuando Luis Méndez acelera y el chirrido de los neumáticos en las curvas estimula su adrenalina. Se siente poderoso, supremo. Sus manos, seguras en el volante, se mezclan con la penumbra interior. A lo lejos, la ciudad es una bruma rojiza en el cielo cubierto.
Advierte el frío. Su respiración forma vahos que nublan el parabrisas. Comprende que no está solo. Mira a su derecha: una figura espectral ocupa el asiento. El terror le revuelve el estómago. Cubierta con un vestido de novia andrajoso, lo observa desde los huecos de un rostro cadavérico. Volutas fluorescentes escapan del cuerpo y crean una nube tormentosa sobre la cabeza. Desaparecen los quejidos del motor y de los neumáticos. La figura alza el brazo que escapa de la manga derruida del vestido, extiende la mano y con el dedo descarnado señala hacia adelante. Segundos después, Luis Méndez está muerto.

 
Llueve. De pie, al costado de la ruta, observo la lucha de los socorristas para subir el cadáver en medio del barro. Más abajo, en el fondo del barranco, el auto destruido. No es morbo ni curiosidad lo que me trae a presenciar este escenario desolador, a escuchar el llanto angustiado de los familiares de Méndez. Tampoco es casualidad: en estos días trabajo con la leyenda de la Bety y la curva de la muerte. Temprano, la radio informó sobre el accidente y no dudé en venir. Todo sirve al escritor para alimentar su historia.


La leyenda es la siguiente:

Beatriz Ríos para todos siempre fue la Bety. Desde niña, cuando jugaba en el patio de la finca veraniega que poseían los Aguirre Bernal en el pueblo serrano. Había nacido en la casa de servicio que habitaban sus padres y abuelos. Jugaba sola, con sus muñecas y su perro, excepto cuando venían los dueños con su hijo Mario y este la integraba a sus travesuras. Las tardes sofocantes los encontraban retozando en el arroyo que atravesaba la finca y por las noches una fogata abría la sesión de cuentos de fantasmas. En esos días desbordaba de felicidad.
Con el tiempo, su niñez dio paso a una joven exuberante, de tez morena y semblante altivo que trabajaba de ayudante en la cocina principal. Los juegos con Mario fueron reemplazados por largos paseos bajo las estrellas serranas. Una noche, el arroyo del que disfrutaran tantos veranos fue testigo del primer beso.
El inmediato revuelo familiar acometió duro contra los enamorados. Los padres de la Bety reprobaron la deslealtad de su hija ante quienes les brindaron hogar y trabajo por generaciones. La madre, tías y abuela del joven tejieron un “¡NO!” terminante a cualquier posibilidad de noviazgo. Pero, corazones desafiantes, sobrepusieron su amor a las barreras y meses después decidieron casarse.
La noche de la boda, la novia viajaba desde el pueblo con chofer y limusina. En la Catedral la aguardaban Mario, los familiares y los notables de la ciudad. En una de las tantas curvas, la puerta donde descansaba se abrió y la Bety desapareció en la oscuridad.
La fatalidad se adormeció de a poco en la sociedad y al mismo tiempo nació la leyenda de una puerta acondicionada para fallar y de la novia errante. Eso pasó hace más de cuarenta años. Desde entonces, los accidentes se sucedieron en la curva de la muerte y algunos se animaron a confesar un encuentro escalofriante con el fantasma.


Estos son los retazos con los que cuento para armar mi historia. Hoy conseguí finalmente una cita con un médico cirujano que vive en el pueblo, quien asegura a sus conocidos que en una oportunidad se le apareció la Bety. Accede a la entrevista con el requisito de que no revele su identidad en mi relato. Es un hombre maduro y hace veinte años que viaja a la ciudad debido a su profesión.
-Fue hace cinco años, un verano. Iba en el auto para una reunión en la clínica y paré a sacar fotos del atardecer. La fotografía es mi pasatiempo favorito –dice sonriente y señala las paredes repletas de imágenes-. El sol se estaba escondiendo atrás de un cerro y las pocas nubes que había eran casi rojas. Me alejé varios metros para subir una loma y esquivar los árboles. La verdad es que saqué unas fotos espectaculares. Cuando me di vuelta para volver al auto vi a alguien sentado en el capó. El primer impulso fue un sentimiento de bronca y ya le pegaba un grito, pero me entró un frío que me congeló hasta la garganta. Creo que alcancé a dar unos pasos y me di cuenta de qué era. Mire, yo soy muy racional y nunca le hice caso a las historias de la Bety. Siempre dije que era solo un mito popular. Pero el terror que me entró fue absoluto. Tropecé dos o tres veces hasta llegar a la ruta y salí corriendo desesperado. Corrí volviendo al pueblo hasta que ya no pude respirar. Cuando entré a mi casa experimentaba una taquicardia y peor que eso, tenía los pantalones mojados: me había orinado de miedo.
-¿Puede describir qué fue lo que vio? –pregunto.
- No es claro. Sin duda que era una mujer con vestido de novia, pero en estado de descomposición. No tenía ojos…
El médico toma aliento, se reacomoda en la silla y pierde la vista en las fotografías de la pared. Luego sigue:- Lo último que alcanzo a recordar es que levantó un brazo y señaló hacia la ciudad.
- Usted estaba con la cámara en las manos. ¿Ni siquiera se le ocurrió sacarle una foto?
- ¿Me está jodiendo? Le acabo de decir que me meé encima. Como para sacar fotos estaba.
- ¿Y qué pasó después?
- Con la excusa de que se me había roto el auto, al día siguiente me hice llevar hasta el lugar. No encontré rastros de nada. Ni una marca que indicara que la Bety se había sentado en el capó. Por mucho tiempo no le conté a nadie. Después, se lo confesé a varios amigos… pero nunca me tomaron en serio. Consulté a un psicólogo. Incluso llegué a dudar de lo que había visto. Pero cada vez que lo recuerdo, que me pongo a pensar en eso, me sube un frío extraño. Míreme la piel, toda erizada. No. Fue bien verdadero lo que viví. Por suerte fue la única vez.
Se levanta y va hacia la cocina:- Amigo, ya tiene material para su historia. Lo invito a cenar, pero hablemos de cosas más agradables.


Durante el regreso, intento descifrar lo que me contó el cirujano. Una persona lógica, pensante, alguien a quien la muerte no le es ajena y que sin embargo no logró controlarse ante esa aparición. ¿Es su historia más creíble que la de un pueblerino supersticioso?
De pronto me penetra un frío que cala mis huesos y noto que llegué a la curva de la muerte. Miro al costado y la Bety ocupa el asiento del acompañante. Tiemblo de pánico y estoy a punto de perder el control del auto. El terror me asfixia, pero me repongo y sigo conduciendo. El espectro levanta un brazo y señala hacia la ciudad. La luna atraviesa el tul que le cubre la cara y puedo ver los huecos negros en el rostro descarnado. El vaho de mi respiración se funde con los vapores luminosos que le brotan desde el cuerpo y mi garganta se cierra hermética, cuando intento unas palabras.
¿Es una pesadilla, producto de la charla con el cirujano? ¿Es real lo que estoy viviendo?
Las luces de los edificios se repiten a medida que entramos a la ciudad. Es tarde y casi no hay tráfico. De a ratos, la Bety sostiene el brazo con su dedo esquelético señalando hacia adelante. Entonces comprendo. Con voz áspera apenas balbuceo:- “Querés ir a la Catedral”.
Solo por un instante vuelve su cabeza hacia mí. Conduzco rápido y me salteo algunos semáforos en rojo. Cientos de lámparas proyectan a la iglesia hacia el cielo negro. Estaciono frente a la entrada principal y miro a la Bety. Su boca sin labios se abre en una especie de sonrisa y creo distinguir un reflejo en la profundidad de lo que fueran sus ojos. Luego se evapora. Desaparece lento, volviéndose humo, hasta no quedar nada de ella.
Permanezco un buen rato en el auto. Siento que no puedo regresar a casa aún, así que bajo y comienzo a caminar. Paso horas andando sin rumbo, asimilando lo vivido. Convenciéndome de que fue terriblemente cierto. Que el fantasma de la Bety, con su deseo sobrenatural de terminar aquel viaje de su noche de bodas, había provocado tantas muertes.
¿Qué ocurriría ahora? ¿Volvería a aparecer?


Ya amanece cuando me descubro caminando hacia la curva de la muerte. Puedo ver una ambulancia, bomberos y un auto policial. Me acerco y observo un cuerpo sobre una camilla, cubierto con una manta blanca ensangrentada. Camino hasta el borde del barranco y veo mi auto en el fondo. Destruido. Busco con la mirada a quien me dé una explicación de lo ocurrido. Un soplo de viento vuela la manta de la camilla. Es mi cuerpo el que yace bañado en sangre, con la cabeza destrozada y me desgarro de un grito que nadie escucha. Los socorristas suben mi cadáver a la ambulancia mientras los bomberos inician el rescate del auto. Me muevo entre ellos, ignorado. Un fantasma más, en la curva de la muerte.


Pasaron tres años del accidente y se me hace larga la vida de fantasma. De vez en cuando le doy un susto a algún turista desprevenido, como para matar el aburrimiento y alimentar la nueva leyenda. A la Bety no la volví a ver nunca más.

© Sergio Cossa 2016

sábado, 2 de abril de 2016

ESCORIA





-"Una legua es una legua. La cruza de un tiro con un caballo o se pierde medio día yendo por el arroyo. La distancia es la misma" -me responde el viejo Evaristo, cuando le pregunto si no se le hace larga la vida en el campo.
Nos sentamos en el patio, calentándonos con el sol mañanero. Los perros y las gallinas vueltean por si ligan unas migas de pan casero. Del rancho sale la hermana. Pura fibra y arrugas, chueca y rengueando viene. Trae la pava para otra ronda de amargos y se vuelve sin hablar. Tan cerrada y ausente que ni el nombre le conozco.
Señalo a lo lejos, hacia el dique que hizo el gobierno y comento que hace rato que está terminado y a medio llenar.
-Se gastó una millonada y será un gran impulso para la región. Van a venir turistas y habrá riego para terminar con las secas del invierno. ¡Es el futuro para todos, Don Evaristo!
Le recuerdo que sus tierras son las únicas que faltan expropiar y que es por eso que no se cierran del todo las compuertas para inundar la zona.
-Don Evaristo, el Gobernador en persona me lo dijo: "Ofrézcale el doble que a los demás". Mire el interés y el aprecio que le tiene.
El viejo demora en hablar, como mezclando las palabras con el amargo. -No creo que me tenga mucho aprecio -dice- porque no se apareció jamás por acá. Y usted tampoco, Intendente.
Me levanto y respiro el aire frío que baja de los cerros. Se ve lindo el valle, a pesar del invierno que amarillea el paisaje.
-Don Evaristo, usted y su hermana ya están bastante grandes... ¿no sería mejor vivir en el pueblo? Ahí tiene todo cerca, el centro de salud, hay calefacción...
-El pueblo nunca me dio nada. Me las arreglé con lo que tengo, así que no me importa el progreso y el futuro de los de allá. Yo soy nacido y criado en este rancho y acá voy a estirar las patas.
Encogido por la vejez, igual me saca unos centímetros cuando se para. -Acompáñeme -dice y encara hacia una tranquera. Lo sigo entre plantas de hinojo y de romero. Unos loros nos vigilan desde la punta de un álamo: un poco de verde entre tanta hoja seca. Nos detenemos al borde del arroyo.
-¿Ve esa montañita de piedras y yuyos? -señala el viejo- Ahí está mi difunta esposa hace más de cuarenta años. No era de acá. Vino de Buenos Aires por una enfermedad y se quedó. Al lado de ella voy a estar yo cuando me toque... No me venga más con cuentos, Intendente. Dígale al Gobernador que de acá no me muevo por más plata que me quiera dar.
Lo saludo lento. Parece que las cuatro vacas que le matamos la otra noche no lo convencieron de que venda y se vaya. Subo al auto y llamo por teléfono:- Marito, esta noche con los muchachos le prenden fuego al rancho del Evaristo. Y si está durmiendo le pegan un grito al él y a la hermana. No me acuerdo como se llama la vieja.

Cómo iba a imaginar que los viejos porfiados se quedarían adentro.


-Intendente, lo busca un tal Doctor Méndez. Tiene pinta de porteño -anuncia mi secretaria.
-Hacelo pasar, Teresa.
El tipo es alto, como de cuarenta y pico, y trae un maletín en la mano. Lo invito a sentarse y no acepta el café que le ofrezco.
-Me llamo Jesús Méndez. Hace un par de días que estoy en el pueblo. Vengo de Buenos Aires. Soy hijo de Evaristo Lucero.
"Este no vendrá a crear problemas", pienso.
-No sabíamos que Don Evaristo tenía un hijo...
-Sí. -dice Méndez- Nací en el rancho, ahí en el valle. Cuando tenía siete años murió mi madre. Vinieron mis abuelos y me llevaron a la Capital.
-¿Y qué lo trajo ahora?
-Allá crecí en otro mundo. Nunca se habló de mis padres. Con el tiempo perdí los recuerdos y el olor del campo. Hace poco, revolviendo fotos viejas encontré una del rancho y me puse a buscar información por internet. Descubrí que había un dique nuevo... Y me vine a recuperar mi infancia. Acá me contaron del incendio del mes pasado.
-Lamento lo de su padre y su tía. ¡Yo los visitaba seguido! Él le había vendido las tierras al gobierno, por lo del dique. Me dijo que tenía en vista comprar una casa en el pueblo. Una desgracia... Pensamos que se les dio vuelta el brasero mientras dormían. ¿Y en qué lo puedo ayudar?
Méndez se inclina un poco hacia adelante.
-Me hubiera gustado ver el lugar donde nací… pero ahora está todo bajo agua. Usted ya ayudó mucho, Intendente. Hablé con personas del pueblo y me comentaron que el Municipio se hizo cargo del entierro y de todos los trámites. Vine a agradecerle por su gesto, ya me vuelvo para la Capital.
-Doctor Méndez, ¡es lo menos que podía hacer como Intendente y vecino de esta localidad! Su padre era hombre de bien. Lamento no haber sabido que tenía un hijo. Nos habríamos comunicado de forma urgente. Disculpe, pero siempre me olvido... ¿cuál era el nombre de su tía?
-Alcira.
Acompaño a Méndez hasta la puerta y me vuelvo al despacho. -¡Teresa, alcanzame el mate!
"Alcira se llamaba la vieja".

© Sergio Cossa 2016